domingo, 21 de julio de 2013

El costo de las vacas

¿Cuántos empleos y puntos de crecimiento está dispuesta a perder la sociedad mexicana -y su Gobierno- por preservar Pemex y CFE? El Gobierno ha anunciado que va a guiarse por criterios de productividad y que se va a dedicar a crear condiciones para que ésta crezca aceleradamente. Es cierto, hay una correlación absoluta entre el crecimiento de la productividad y el de la economía. Pero más allá de otros factores, los dos monstruos que más productividad le restan a la economía son las paraestatales de energía. Si no se transforman, el argumento de la productividad acaba siendo puro rollo.

En el corazón de la economía mexicana hay una contradicción: una parte es muy productiva y competitiva, mientras la otra vive por el milagro de la protección del Gobierno. Esto es cierto tanto del sector manufacturero que sobrevive por subsidios y aranceles como de las paraestatales que subsisten porque no tiene competencia. La gran productividad que genera el primer grupo es eliminada por la productividad negativa del resto. El resultado es menos empleos y menor crecimiento. Al preservar esos monstruos burocráticos y corruptos, el País sacrifica su futuro y prosperidad.

Hay dos maneras de analizar la necedad política. Una es remitiéndonos a la historia, a los intereses que depredan en y de esas empresas y a la narrativa que el régimen de la revolución construyó para preservar (y ordeñar) esos nichos de poder, corrupción y riqueza. La historia explica el régimen petrolero, pero también son causa de su improductividad por los incentivos que crea un régimen de monopolio. La historia se ha explotado y abusado a más no poder. Es evidente que, sin contrapesos efectivos, una privatización del recurso sería inimaginable. Si otros actores más pequeños se saltan todas las trancas regulatorias y se burlan de las autoridades, ¿qué sería necesario construir en términos institucionales para asegurar que eso no ocurriera bajo un régimen nuevo en materia petrolera y eléctrica?

La otra manera de entender la perseverancia del régimen de monopolio estatal en esta materia llevaría a evaluar el costo que implica la existencia de esos monopolios para la economía. A diferencia de la primera perspectiva, ésta permite determinar el precio que ha pagado la sociedad mexicana por hacer rico al sindicato, a su burocracia y a los funcionarios que depredan. Pemex tiene 6.6 veces más empleados que Statoil, la estatal noruega, y 1.8 veces más que Petrobras, la brasileña, y sus ventas por trabajador son una fracción que las de aquéllas. Mientras que Statoil produce 78 barriles por trabajador, Pemex apenas alcanza 25. En algunos casos el derroche de recursos es inenarrable, donde quizá el problema sea tecnológico, pero en otros, como en refinación, negocio de margen, las ineficiencias endémicas explican todo el problema. Algo similar pasa en la CFE: las tarifas que cobra fueron 41 por ciento superiores a la OECD en 2011, sin contar apagones, cambios de voltaje, etc. El costo de los monopolios es monumental y eso sin contar el costo de oportunidad: lo que se podría hacer con esos recursos en otras áreas como pobreza o educación.

Estas cifras sugieren que lejos de contribuir al desarrollo, las paraestatales le restan productividad a la economía del País. Habría que analizar qué ocurriría si se desmantelaran esos monopolios y se liberalizara la inversión en energía y en otros sectores para crear un verdadero mercado de energía.

Parecería evidente que el resultado de acciones en esa dirección permitiría vislumbrar oleadas de inversión en energía e infraestructura. Lo que hoy son viejos monstruos empleando tecnología obsoleta, poca inversión en desarrollar recursos, pésima infraestructura de distribución y oleoductos y gasoductos insuficientes, mal mantenidos y peligrosos, llevaría a una explosión de inversiones nuevas en redes, puertos, gasoductos y distribución. También está el costo de oportunidad por lo que no hace Pemex por ejemplo con pozos viejos con potencial -pero chicos- que requieren mucha inversión y administración que Pemex no puede atender. Forzarían al crecimiento de la productividad en sectores clave de la economía , y a la modernización del País. Los empleos que pudieran perderse se compensarían con otros creados por nuevos negocios e inversiones hoy inconcebibles porque la estructura imposibilita el desarrollo de la industria, su capitalización y acceso a tecnología de punta.

Un ex director de Pemex decía que el problema de la entidad no está en la corrupción o el número de empleados, sino en la dislocación que entraña su régimen de gobierno: todo está organizado para quitarle recursos a la empresa en lugar de desarrollarla. A Hacienda sólo le interesa la recaudación, y Energía vive intentando subvertir al director, mientras Presidencia la usa para premiar a sus cuates. Su conclusión era que cuando el barril cuesta 18 dólares y se vende a 100, no importa que el costo neto sea de 22 o 23 por todos los que agarran tajada en el camino. No es un argumento tonto, sino realista en el contexto político actual. La implicación real de dejar al monstruo como está o de crear una mejor estructura de gobierno interno sin cambiar su esencia, implicaría no más que producir más petróleo para que el fisco esté satisfecho sin dejar de restarle productividad a la economía.

Los monopolios energéticos no son tan benignos: además de expoliar, sus funcionarios impiden que prosperen otras iniciativas. Se requiere una verdadera revolución energética, no una pintadita de fachada: de ésas llevamos varias.

Luis Rubio
www.cidac.org

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