domingo, 28 de septiembre de 2014

Innovación y riqueza

El libro de Thomas Piketty, "Capital", ha causado sensación por la simple razón de que toca un tema preocupante: la desigualdad. Su argumento central es que el capital crece mucho más rápido que el producto del trabajo, es decir: el dinero se reproduce con celeridad y quienes lo tienen lo multiplican sin cesar.

Lo que Piketty no distingue es la creación del capital de la acumulación del mismo. Ahí yace una lección clave para nosotros.

En términos conceptuales, el argumento de Piketty es impecable porque muestra cómo, a lo largo de la historia, el dinero tiende a reproducirse. Sin embargo, su planteamiento se refiere, en el fondo, a los rentistas: personas que heredan capitales acumulados por otros y que son ricos o ricas por virtud de herencia y no de trabajo.

En el corazón del debate que ha desatado su publicación yace una interrogante crucial: el capital ¿se multiplica inexorablemente? o ¿se recrea en cada generación? O sea, la riqueza se crea o es producto de herencia.

Piketty no hace esta distinción y enfoca partiendo del principio de que los ricos son todos producto de herencia, razón por la cual propone un impuesto para atenuar la desigualdad resultante. La forma en que uno entienda y defina estos asuntos determina si es necesaria algún tipo de acción correctiva.

Para Piketty, "el retorno del capital con frecuencia combina elementos de creatividad empresarial, suerte y robo descarado". Sobre Betancourt, la fortuna de L'Oréal, dice "que nunca ha trabajado un día en su vida", pero vio crecer su fortuna tan rápido como la de Bill Gates.

En este punto Deidre McCloskey, historiadora económica y autora de tres volúmenes sobre el origen de la riqueza en el mundo occidental, aporta una perspectiva invaluable.

Para McCloskey el gran salto en el ingreso en Europa en los últimos siglos provino no tanto del ahorro, sino de la legitimidad -la "dignidad"- de la burguesía: en la medida en que los burgueses (hoy empresarios) y su función social adquirió reconocimiento público, comenzaron a proliferar los valores de la acumulación capitalista y la innovación: la creación de riqueza es producto de la innovación y que ésta depende de que los valores predominantes en una sociedad favorezcan y premien a los innovadores.

Para McCloskey, innovadores como Steve Jobs y Bill Gates no hicieron sus fortunas gracias a la inversión de capital o al interés compuesto que produce su acumulación, sino a su propiedad intelectual. Más bien, inventaron algo nuevo que antes no existía. En este sentido, McCloskey representa una visión alternativa a Piketty.

Para McCloskey la creación empresarial de riqueza es lo único relevante y es lo que ella considera el reto medular de los Gobiernos que se proponen impulsar el desarrollo de sus países.

Aunque reconoce que siempre coexisten fortunas heredadas con fortunas creadas por innovación, su observación histórica es que lo que eleva la riqueza general de una sociedad no son los impuestos y la labor redistributiva del Gobierno, sino el contexto en el que actúan los empresarios.

Un entorno que legitima la creación de riqueza y "dignifica" la labor de los empresarios tiende a sedimentar la plataforma dentro de la cual una sociedad puede prosperar. En sentido contrario, la ausencia de reconocimiento social de la actividad empresarial conlleva poca innovación y, por lo tanto, poco crecimiento económico.

En México proliferan los ejemplos de riqueza acumulada, condición que ha llevado a que muchos justifiquen la receta de Piketty de gravar el capital. Pero también es obvio que el entorno socio-político no sólo no legitima la creación de riqueza, sino que la penaliza. Ambas circunstancias se retroalimentan creando tanto desigualdad como poco crecimiento económico.

Para Piketty la solución es obvia: gravar el capital y redistribuirlo en la forma de gasto público. McCloskey afirma lo contrario: imponerles impuestos gravosos a los potenciales Steve Jobs o Bill Gates no haría sino impedir la constitución de empresas exitosas como Apple y Microsoft. Para ella es preferible dejar que los herederos que no trabajan sigan acumulando a impedir que se cree nueva riqueza.

La pregunta para nosotros es cómo crear un entorno propicio para la creación de riqueza producto de la innovación.

Claramente, ése no ha sido el tenor de la estrategia histórica de desarrollo en el País y ahí se originan, desde mi perspectiva, buena parte de los rezagos sociales que nos caracterizan. Capaz que también ahí se requiere mucha innovación y un gran liderazgo.

Luis Rubio 
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Futuro de las universidades

La institución universitaria cumplirá un milenio este siglo. Es un invento medieval y estudiantil.

Hubo en Bolonia abogados famosos que se habían formado en la práctica. Recibían como ayudantes a hijos de notables que deseaban tener en la familia expertos que abogaran por sus intereses.

Los artesanos medievales estaban agremiados y entre sus reglas tenían las de aprendizaje y admisión de nuevos miembros. Cuando el aprendiz de un maestro demostraba que ya era capaz de hacer una obra maestra, entraba al gremio.

El modelo gremial inspiró a los estudiantes. Formaron una cooperativa (universitas): una especie de gremio estudiantil para arrendar locales, contratar bedeles y pagar a los maestros que enseñaran ahí, no en su casa. Con el tiempo, también los maestros se agremiaron. Y aunque la nueva institución nació al margen de la Iglesia y el Estado, después quedó sujeta a su intervención.

El instrumento de control decisivo fue la autorización para ejercer. Nadie podía enseñar teología sin autorización eclesiástica. Nadie podía ejercer como abogado sin título profesional. Este monopolio privilegió a los titulados: excluyó a los que saben, pero no tienen credenciales de saber.

Los primeros universitarios eran de clase alta, y no las necesitaban para subir a donde ya estaban. Pero las credenciales dieron la oportunidad de subir a los hijos de la clase media, y eso creó una demanda incontenible, que requería administración, mucha administración.

En el siglo 20, las universidades se burocratizaron, como casi todo en el planeta. Hoy son instituciones buscadas, ante todo, por las credenciales que otorgan.

El negocio va mal, por razones económicas y tecnológicas. Cuando millones tienen credenciales para subir, la ventaja se devalúa: abundan los universitarios desempleados o con empleos de poca paga y prestigio. A pesar de lo cual aumentan los costos de la institución, porque la administración se hincha y las exigencias sindicales son cada vez mayores. A esto hay que sumar la técnica medieval de enseñar, que se volvió obsoleta para un estudiantado masivo.

Quien haya tenido la fortuna de estudiar con buenos maestros, que en clase y fuera de clase le dieron atención personal para aprender y madurar, y hasta para iniciar con ellos su carrera profesional (en el despacho, consultorio o empresa del maestro), pueden creer que ese privilegio es generalizable a toda la población. No lo es.

Las universidades ya no valen lo que cuestan, y eso va a traer cambios. Tres están a la vista:
 
1. Separar dos funciones distintas: educar y credencializar, para concentrarse en educar. En muchos países ya existen organismos oficiales que no permiten ejercer (aunque se tenga un título universitario) sin aprobar exámenes uniformes. También existen asociaciones de especialistas que certifican los conocimientos de sus miembros.

Que las universidades certifiquen a sus graduados deforma su misión fundamental: educarlos. Si cobraran lo que cobran por dar los mismos cursos, pero sueltos y sin otorgar un título final, la demanda se desplomaría, reducida a los que quieren aprender, no sacar credenciales.

2. Separar las materias que requieren laboratorios, talleres, hospitales o la presencia física de un maestro de las que pueden enseñarse a distancia. Los costos de la presencia mutua del maestro y los estudiantes (desplazarse para coincidir en un lugar y momento) son elevadísimos, y sólo se justifican para algunas materias. Las demás deben impartirse de otra manera.

Asombra el éxito de Coursera, una empresa asociada con universidades de prestigio para dar cursos en línea. En dos años pasó de cero a 7 millones de estudiantes.

3. No ver la educación como una etapa previa a los años de trabajo, sino paralela y de toda la vida. Flexibilizar contenidos y calendarios en los planes de estudio para combinar educación y trabajo. Entrenar para el autodidactismo, y en particular: enseñar a leer libros completos, a resumirlos por escrito y discutirlos.

Después de la imprenta (renacentista) e internet (actual), ¿se justifica la universidad (medieval)? Ya en el siglo 19, Carlyle escribía: "La verdadera universidad hoy es una colección de libros". Lo más que puede hacer un maestro universitario por nosotros es lo mismo que un maestro de primaria: enseñarnos a leer ("Los Héroes", V).

Desgraciadamente, se han multiplicado los universitarios que no saben leer libros, y las universidades no se hacen responsables de tamaña atrofia.

Gabriel Zaid


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domingo, 14 de septiembre de 2014

Propiedad y desarrollo

Nuestra tradición política y cultural tiende a despreciar uno de los pilares del desarrollo occidental.

La propiedad, esa ancla del desarrollo que primero articuló, en términos filosóficos, John Locke, es mucho más trascendente de lo que usualmente reconocemos. La certeza respecto a la propiedad que una persona tiene determina su disposición a ahorrar e invertir, de lo cual depende, a final de cuentas, el desarrollo económico: elemento de esencia en la condición humana.

Dos anécdotas aprendidas a lo largo de los años me han hecho pensar mucho en esto.

La primera es sumamente reveladora: un empresario se hastió de las reparaciones que con frecuencia tenía que hacerle a las dos combis de su negocio, mismas que incluían llantas nuevas a cada rato, frenos, golpes y demás.

Desesperado por los costos incrementales, decidió cambiar la forma de relacionarse con su personal de reparto. Reparó las combis, cambiándoles el motor, las llantas y todo lo relevante: las dejó impecables. Se las vendió a sus repartidores con un crédito sin intereses y negoció un contrato de servicio por medio del cual los repartidores se comprometían a entregar sus productos con la oportunidad y en condiciones requeridas.

El corolario de la historia es que las combis, ahora bajo el cuidado de sus nuevos dueños, dejaron de requerir reparaciones frecuentes y los antes empleados se convirtieron en empresarios, repartiendo productos para varias empresas. Como dice el dicho, a ojos del amo engorda el caballo.

Una vez suyas, las combis dejaron de ser un problema de otro para convertirse en una oportunidad propia. Ésa es la magia de la propiedad. Es también la razón por la que las casas en las que habitan sus dueños suelen estar en mucho mejores condiciones que las que son rentadas o por qué el dueño de un automóvil lo cuida y lava en tanto que a nadie se le ocurriría lavar un auto rentado.

Este principio, evidente a nivel individual, es igualmente válido para los proyectos más ambiciosos. Es también el factor que quizá acabe siendo decisivo en el éxito o fracaso de la reforma energética.

La otra anécdota es la conclusión de un artículo que Hernando de Soto, el economista-filósofo peruano, escribió en los 90: "En mi infancia en Perú me decían que los ranchos que visitaba eran propiedad comunal y no de los campesinos en lo individual. Sin embargo, cuando caminaba yo entre un campo y otro, los ladridos de los perros iban cambiando. Los perros ignoraban la ley prevaleciente: todo lo que sabían es cuál era la parcela que sus amos controlaban".

La contradicción que prevalece en nuestra cultura y marco legal es mucho más profunda de lo aparente. En contraste con la propiedad rural, la propiedad urbana nunca ha pretendido ser comunal. Sin embargo, las protecciones legales que existen para esa propiedad no son mucho más sólidas.

En nuestro país es mucho más fácil expropiar un predio que en otras latitudes, son frecuentes los conflictos respecto a quién es propietario de qué y hay un elemento cultural que tiende a despreciar la propiedad existente.

Es decir, no existe un reconocimiento popular o político de la trascendencia que entrañan esas dudas: en la medida en que no hay certeza, pasa lo que con las combis.

El problema se multiplica con el fenómeno de la extorsión y el secuestro, que, en un sentido "técnico", no es sino un atentado contra la propiedad y seguridad de las personas y sus bienes.

Por supuesto, los derechos de propiedad no son una panacea, y en una sociedad con diferencias tan grandes de pobreza y riqueza, es explicable que muchos consideren que una cosa explica a la otra: que si no hubiera propiedad y su concentración, tampoco habría pobreza.

La paradoja es que quienes más sufren por la existencia de derechos débiles de propiedad son precisamente aquellos que más los necesitan. La economía informal ilustra esto mejor que nada: puede tratarse de un negocio próspero y con potencial de crecimiento (pienso en franquicias de puestos de comida), pero eso requiere crédito y éste es imposible mientras no se reconozca la propiedad del negocio.

En realidad, la informalidad es evidencia del problema: la pobre protección a la propiedad hace fácil entrar a la informalidad porque es lo mismo, porque no hay nada qué perder.

Como dice Richard Stroup, "los derechos de propiedad obligan a la gente a hacerse responsable: cuando la gente trata mal o sin cuidado algo de su propiedad, su valor decrece. Cuando se le cuida, su valor se incrementa".

Luis Rubio 
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lunes, 8 de septiembre de 2014

El salario del miedo

"El salario del miedo" es una estupenda película francesa de los años cincuenta, protagonizada por Yves Montand. El título se refiere al salario extraordinario pagado a cuatro europeos desesperados, que aceptan manejar un par de camiones cargados con nitroglicerina, a lo largo de cientos de kilómetros de malos caminos en Venezuela. La frase sirvió a un crítico memorioso, en 2013, para calificar la decisión de Nicolás Maduro de incrementar los salarios de los militares en un porcentaje varias veces mayor al aumento decretado para los trabajadores.

Consideraciones económicas aparte, no me parece injusto atribuir el origen del debate actual sobre los salarios mínimos en México, al menos en parte, a un temor político. Creo que tal atribución no necesita de más prueba: los partidos la han aportado.

Siguiendo con lo ajeno por un momento, he leído con atención varios comentarios donde se lamenta la "politización" de la discusión referida. Dado que el concepto se encuentra en el Artículo 12 3 de la Constitución, el tema es político por naturaleza. (Según entiendo, se estableció por primera vez en la Constitución de 1917). En otras palabras, no está politizado ahora, siempre ha sido así.

Dejando de lado lo anterior, el lector puede encontrar de algún interés las siguientes observaciones sumarias:
 
1.- La teoría económica y el sentido común no dejan lugar a dudas. En ciertas condiciones, aumentar "por decreto" el precio del trabajo puede resultar en mayor desempleo. Esto último afectaría, en especial, a los nuevos entrantes a la fuerza de trabajo, es decir, a los jóvenes, a los poco capacitados, etc. Se trata simplemente de una aplicación de la "ley de hierro" de la demanda: cuando aumenta el precio de algo (el trabajo), lo más probable es que se reduzca la cantidad comprada. A este respecto, la enorme literatura disponible no ofrece conclusiones definitivas. Sin embargo, algunos estudios recientes sugieren lo razonable: que el salario mínimo afecta el crecimiento del empleo, y que ese efecto es más pronunciado en los sectores económicos con una mayor proporción de trabajadores de bajos ingresos (baja productividad). En nuestro caso, vale suponer también que incentivaría la informalidad. Según entiendo, el 93% de los trabajadores que ganan hasta un salario mínimo laboran en la informalidad.

2.- Es cierto, por supuesto, que en términos reales el salario mínimo se ha reducido en forma muy significativa durante las últimas décadas (pero de 2000 a la fecha ha tenido un ligero crecimiento). Como quiera, el 70% de caída destacado en los discursos políticos es un mal punto de referencia, por una sencilla razón: la comparación se hace con el "pico" alcanzado en 1977 (1976), una situación anormal, producto de las (muchas) tonterías económicas de Luis Echeverría.

3.- El salario real se ha desplomado, una y otra vez, a lo largo del pasado reciente, como consecuencia de la persistencia de la inflación y de las diferentes crisis recurrentes que se han sufrido. De ello se sigue una recomendación obvia de política económica: estabilizar la economía redunda en beneficio sostenido de los trabajadores. En términos más concretos, eso quiere decir reducir y controlar la inflación y evitar los desequilibrios (fiscales y externos) que desembocan en catástrofes.

4.- Considerando lo anterior, resulta curioso notar que algunos de los críticos más severos del deterioro del salario mínimo son, al mismo tiempo, partidarios de aflojar la lucha contra la inflación y de devaluar sistemáticamente el peso -dos fenómenos que reducirían sin remedio el salario real.

5.- La teoría generalmente aceptada no avala la idea de que aumentar el salario mínimo se traduce por fuerza en inflación. El alza en cuestión significaría un incremento del costo de la mano de obra y en un salto hacia arriba de muchos precios. También, sin duda, en un deterioro de las expectativas. Sin embargo, para que se genere un proceso inflacionario lo anterior tiene que ser validado, a fin de cuentas, por una expansión del dinero en circulación. "La inflación es un fenómeno monetario".

6.- Por cierto, del 2000 al presente el llamado "salario medio de cotización" de los trabajadores afiliados al IMSS ha crecido 20% en términos reales.

Es ilusorio pensar que elevar el salario mínimo -por decreto, desde luego- va a terminar con la pobreza y va a reducir de veras la desigualdad. Así se ha intentado en el pasado... empeorando la situación.

Everardo Elizondo


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